12/06/2009

 

De eso no se habla. Ejecuciones ilegales en la batalla por Malvinas  

Por Juan Pablo Leronde . Un testimonio revelador. Aterrador relato de un soldado británico de como un sargento suyo remata a un soldado argentino herido, por la espalda y a tres metros de distancia, cuando la batalla ya había finalizado...

“DE ESO NO SE HABLA” ( Parte 1 )

Ejecuciones ilegales en la batalla por Malvinas. Extraído del libro: "La canción del soldado" (Ken Lukowiak) (Copia textual)

La muerte, el poliestireno y yo ( Goose Green )

Querida Madre que estás en los cielos...

Seguimos avanzando. Al cabo de un rato llegamos a una posición de trincheras argentinas que habían sido tomadas por otra compañía de nuestro batallón.

Ya no eran maniquíes...sólo hombres muertos.

Uno de los muertos se movió. Bill y yo nos acercamos a él, nos pusimos de rodillas y lo colocamos de espaldas. Lo habían herido en el lado derecho de la cabeza, justo encima del ojo.

Conozco una canción que dice que el lado izquierdo del cerebro controla el derecho. Ese muchacho tenía el lado derecho del cerebro desparramado por la cara. Cuando lo miré, su ojo derecho se enfocó en mí. Yo no supe qué hacer – su causa parecía tan perdida-, y Bill le quitó el casco en busca de morfina.

Nuestros cascos estaban forrados con poliestireno blanco. En el cuál se nos había dicho que hiciéramos un hueco y metiéramos en él nuestra jeringa con morfina. Mientras con toda cautela yo intentaba empujar trozos de cerebro en el agujero de donde provenían, por el rabillo del ojo vi el forro del casco de mi amigo.

Un retroceso en el tiempo...

Yo era de nuevo un chiquillo de alrededor de siete años. Recuerdo que nuestra sala tuvo una época un cielo raso de placas de poliestireno. Cierta noche, cuando mis padres estaban ausentes, encontré un tubo de cartón en el que había venido empaquetado el linóleo de nuestra cocina nueva, y me puse a golpear el extremo del tubo contra el poliestireno blanco. Al hacerlo, dejé una muesca circular en cada una de las placas. Cuando mis padres volvieron, muy pronto descubrieronmi travesura y me castigaron.

Jamás sabré si nuestros intentos por salvar al muchacho fueron o no en vano. Pronto habría de morir. Un sargento se acercó y nos ordenó que nos apartáramos. Levantó su ametralladora y disparó una ráfaga de proyectiles contra la espalda del muchacho, cuyo cuerpo se estremeció con el impacto de cada una delas balas.

Yo no sentí nada, seguimos adelante.

Muy seguido pienso en la muerte del muchacho con la herida en la cabeza. En la actualidad, a veces imagino que pegué un salto y le arranqué el arma al sargento. Imagino que levanté al muchacho y lo llevé alzado al Puesto de Primeros Auxilios. Fantaseo que hoy todavía respira. Gracias a mí.

Algunos días después de la finalización de la lucha, en las primeras horas de la madrugada estaba sentado, borracho, con un mayor, en un cuarto de Puerto Stanley. Le conté al mayor la muerte del muchacho con la herida en la cabeza y la manera en que había perdido la vida, aunque por alguna extraña razón le dije que fuí yo el que le había disparado.

La noche de mi regreso a Inglaterra, de nuevo estaba, en la madrugada, sentado, borracho, en una habitación, pero en esta ocasión con mi hermana. Le repetí la historia de la muerte del muchacho con la herida en la cabeza y de nuevo aseguré que yo le había disparado.

No sé por qué dije esa mentira. He buceado en mi interior muchas veces tratando de comprenderlo, y lo hago una vez más ahora, cuando escribo estas palabras.

Es posible que, después de todo, el sargento haya hecho lo correcto al evitarle sufrimientos a ese muchacho. No lo sé. Pero sí sé una cosa, y por favor escuchame. Si alguna vez crees que debes quitar la vida a un hombre, porque su causa parece perdida, trata de no disparale por la espalda desde tres metros de distancia. Sentate junto a él, tomale la mano, pedile a Dios que lo comprenda y metele una bala en el cerebro. Pero asegurate de dispararle al lado izquierdo, porque ese lado controla al lado derecho.

Con frecuencia pienso en las cosas que presencié ese día, por lo general cuando estoy solo y me he metido cosas en el cuerpo para aliviar el dolor y para recuperar la cordura. Para tratar de convencerme de que sigo siendo un hombre bueno, le pido a Dios que cuide de la madre del muchacho con la heridad en la cabeza. Ese muchacho con un solo ojo, tendido en la tierra, que lloraba y agonizaba. Un muchacho argentino.

Amén.

 

Notas de la columna de JPL:

Hugo Robacio: "las bajas inglesas triplican las bajas argentinas"

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