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A 25 años de la batalla de Pradera del Ganso  

Honrando el valor de los bravos del 25. Por el Suboficial Principal VGM Jorge Alberto Pacheco. El objetivo de este artículo es exponer la intervención de la 2da Sección "ROMEO" de la Ca I “C” del RI 25 en la batalla de Pradera del Ganso...

PRADERA DEL GANSO - LOS BRAVOS DEL 25
Honrando el valor de los bravos del 25
Por el Suboficial Principal VGM Jorge Alberto Pacheco

El objetivo de este artículo es exponer la intervención de la 2da Sección "ROMEO" de la Ca I “C” del RI 25 en la batalla de Pradera del Ganso (Goose Green), acontecimiento que viví muy de cerca y que me marcó para siempre como ser humano y soldado. Pretendo, también, que esta descripción histórica constituya un póstumo reconocimiento a aquellos doce héroes de esta unidad, quienes dieron sus vidas en favor del cumplimiento del sagrado deber militar.

En el año 1982, me hallaba destinado -con el grado de cabo- en el Regimiento de Infantería 25 (RI 25), como jefe del segundo grupo de tiradores, integrando la primera sección de la Compañía de Infantería (Ca I) "B".

El 26 de marzo, como primer paso a la realización de un ejercicio de combate en la zona de responsabilidad de la unidad (sin saberlo se estaba poniendo en práctica el plan de velo y engaño previsto para encubrir una misión real), se creó la Ca I “C”, cuyo jefe era el Teniente Primero Daniel Esteban. Esta Ca estaba compuesta por la 1ra Sección "BOTE” al mando del Teniente Roberto Estévez, la 2da Sección "ROMEO" a cargo del Subteniente Juan José Gómez Centurión (mi rol de combate en esta sección fue el de jefe del segundo grupo), mientras que la 3ra Sección "GATO” estaba a órdenes del Subteniente Roberto Oscar Reyes. La Ca I “C'' ejecutó las más diversas y variadas misiones, ya en forma conjunta o con las secciones segregadas. Todo comenzó con el desembarco del 2 de abril, honor que le correspondió a la Ca I “C” y a elementos del BIM 2. Se continuó, entonces, con la ocupación de la zona de Darwin y Pradera del Ganso. Luego se produjo el combate en el Estrecho de San Carlos, para dar el alerta temprana. Se contó, entonces, con acciones heroicas, teniendo en cuenta la inferioridad de los medios. Allí, en San Carlos, se encontraban el Puesto Comando de la Ca I “C” (Tte 1ro Esteban), la Sec GATO (Subt Reyes) y la Sec Pes (-) del RI 12 (Subt Vázquez).

LOS HECHOS

El 26 de mayo ya ocupábamos nuestras nuevas posiciones: el puente de Bodie Creek, situado a unos 4.000 metros del caserío de Pradera del Ganso. Para entonces, la sección "ROMEO" estaba sin el jefe del tercer grupo, por cuanto éste había sido evacuado, como resultado de una herida de bala recibida con posterioridad a una incursión aérea enemiga.

En consecuencia, debió hacerse cargo del mismo, el encargado de la sección. En este punto, digamos que el Cabo Miguel Ávila (jefe del grupo apoyo de la mencionada sección), ya había sido agregado a la sección del Teniente Estévez. En la noche del día 27, comenzó el bombardeo naval inglés sobre las posiciones situadas más allá del establecimiento Darwin y Boca House. Un nutrido fuego de armas automáticas, delatado por el sonido y el resplandor de la abundante munición trazante utilizada, indicaba que en ese sector se estaba concretando un fuerte ataque enemigo.

En el sector Sur, nuestra fracción esperaba. En medio de una creciente impaciencia, el jefe de sección decidió aguardar un tiempo prudencial y, de no recibir ninguna orden del comando de la Fuerza de Tareas “MERCEDES”, tomaría la decisión de marchar hasta Pradera del Ganso. Como no tuvo ningún tipo de comunicación, con las primeras luces del día 28, nos replegamos hasta aquel caserío que, a la sazón, era la retaguardia de combate. Dejamos nuestros bolsones, llevando el equipo aligerado y toda la munición que disponíamos, distribuida en nuestros porta cargadores y bolsas de rancho.

Comenzamos, entonces, una extenuante marcha hacia el poblado, según el ritmo que nos permitía el estado del terreno. Con el barro hasta las rodillas, el desplazamiento constituyó una verdadera proeza. En el avance, nos encontramos con un espectáculo difícil de describir: soldados perturbados, con heridas sangrantes o crisis nerviosas, confundían más el ya inquietante amanecer. El cansancio, el dolor y la desesperación parecían juntarse y multiplicarse.

Cuando arribamos al lugar, el Subteniente Gómez Centurión se dirigió al puesto comando. Allí le informaron que el Teniente Estévez había sido muerto en el combate de Darwin, ocurrido esa misma madrugada. Su muerte se unía a la de los Cabos Ávila y Mario Castro, y a la de los soldados Fabricio Carrascul, Arnaldo Zavala y Horacio Giraudo. Al Subteniente Gómez Centurión le ordenaron esperar y preparar la sección para dirigirse al sector de Darwin, ni bien existiera algo más de información sobre la Ca I "A" del RI 12.

A media mañana, se decidió lanzar un contraataque, para bloquear una penetración de efectivos enemigos que se habían desplazado por el Este de Monte Darwin, con la aparente intención de atacar la posición por retaguardia. Cuando la sección ya estaba en movimiento, llegó corriendo el Cabo Andrés Fernández, dispuesto a sumarse al combate. Si bien este suboficial estaba destinado en el rancho, Gómez Centurión no tuvo tiempo para negarle su pedido, y el cabo quedó entonces integrado a la fracción.

La sección avanzó con la misión de alcanzar las alturas predominantes, por lo que debimos cruzar el puente que se encontraba inmediatamente después de una escuela, que ocupamos hasta el 1º de mayo. Alcanzamos el edificio, pero rápidamente tuvimos que regresar, pues el enemigo ya tenía efectivos adelantados en dichas posiciones. Para el movimiento de ida y vuelta, nuestra formación era de una columna; en la pequeña playa, no había lugar para adoptar otra. Ya para entonces, los equipos aligerados eran una tortura. Tuvimos que deshacernos de ellos, pues con el peso de la munición y las correas gruperas de cuero, que nos cortaban prácticamente la circulación sanguínea de los brazos, dichos equipos constituían una real incomodidad. Los proyectiles de armas automáticas enemigas pasaban por sobre nuestras cabezas e impactaban en el suelo y el agua. Afortunadamente, no tuvimos heridos.

Mientras regresábamos a nuestras posiciones iniciales, el jefe de sección ordenó ocuparlas, según este orden: el tercer grupo del Sargento Ismael García, más cerca del improvisado aeródromo, luego yo, con el segundo grupo al centro, y por último, el Cabo Rubén Oviedo con el primer grupo; debíamos tomar contacto con las posiciones lindantes a la población de Pradera del Ganso. Pero el combate se mostró confuso. En consecuencia, debido a la velocidad de marcha que traíamos en el repliegue y al constante fuego enemigo, quedé ubicado en último lugar. Por lo tanto, mis posiciones fueron ocupadas por el primer grupo. Me di cuenta de este involuntario error, y a los gritos se lo hice saber a Oviedo. Pero él me contestó que dejásemos todo así; ya no teníamos tiempo para cambiar de lugar. Dios había dispuesto que sería mi compañero el que ofrecería su sangre.

El jefe de sección tomó, por lo tanto, este grupo -que estaba más cerca de él-, y lo adelantó como patrulla en dirección a Darwin. Se divisó entonces, el avance de una fracción enemiga, aproximadamente a 500 ó 600 metros al Norte del lugar alcanzado por nuestra fracción. Estos efectivos avanzaban en columna sobre el camino, advertidos, tal vez, de la posible existencia de un campo minado. Mientras tanto, el Subteniente Gómez Centurión ordenó al tercer grupo, ocupar posiciones sobre el lado derecho del camino. Fue aquí cuando vi por última vez al Sargento García, quien al ser interrogado por mí acerca de dónde se dirigía, con una sonrisa y el brazo levantado me contestó: "Nos vemos Pachequito”. El sabía muy bien de la loable misión que estaba cumpliendo y de su férreo convencimiento de morir por la Patria. Creo, pues, que con ese gesto, se estaba despidiendo de todos nosotros.

La sección se reestructuró, para colocarse en forma oblicua al camino; bien oculta, a pesar de las pocas cubiertas que ofrecía el terreno, pero con las ventajas que otorgaban las condiciones climáticas, a partir de la baja visibilidad. En tanto, se esperaba que el enemigo estuviese al alcance de nuestras armas. Cuando se encontraban a unos 150 ó 200 metros, el subteniente ordenó abrir el fuego. Los primeros ingleses que venían en la columna fueron sorprendidos y cayeron heridos o muertos. El resto de la columna tomó posiciones en el lugar. Se trataba de inducirlos a desplegar sobre el campo minado que estaba a ambos costados del camino, pero, a pesar del violento fuego que recibían, no hicieron lo que nosotros esperábamos. Al contrario, algunos se tiraban cuerpo a tierra en el camino, y otros, más temerarios, disparaban desde la posición de pie o rodilla a tierra. Así continuaron, abriendo fuego poco efectivo sobre nuestra fracción.

Por un momento, logramos frenarlos. Luego, pasado un tiempo que pareció una eternidad, el subteniente observó que unos soldados británicos levantaban los fusiles y agitaban los cascos, por lo cual ordenó suspender el fuego. Los hombres avanzaron hasta nuestras posiciones, y uno de ellos se apartó del resto para hablar con nuestro jefe de sección, quien también se adelantó, dispuesto a concederles el parlamento que pedían.

Pasado el combate posterior a ese parlamento, fue el propio subteniente quien me contó que como joven oficial, se sentía orgulloso de que un jefe inglés quisiera rendírsele, ya que se encontraban en una posición totalmente desfavorable. Sin embargo, eso fue lo que creyó en un principio. Cuando el oficial enemigo le preguntó si entendía inglés, y se dio a conocer como oficial inglés, le dijo que si entregaba el armamento, aseguraba la vida de todos los hombres de la sección. Al principio, no entendió muy bien el concepto, pero cuando reaccionó, le contestó que no hablaría más, y que después de dos minutos volvería a abrir el fuego. Luego, cada cual volvió a sus posiciones. Nadie tiraba. Pero cuando faltaban pocos metros para que el Subteniente Gómez Centurión llegara hasta donde estaba la sección desplegada, una ametralladora comenzó a tirar desde unas elevaciones del lado izquierdo, que originariamente no habían sido ocupadas por el enemigo. Al darse vuelta y observar hacia el lugar de donde provenía el fuego, comprobó que el oficial inglés estaba en posición de tirar, por lo que disparó con su FAL, observando cómo el citado oficial caía mortalmente herido sobre los alambres. Inmediatamente se inició un violento combate. La balanza parecía inclinarse, de repente, a su favor. Hasta unos momentos antes, eran ellos los que sostenían la peor situación; entonces, en esa nueva circunstancia, nos hacían fuego efectivo con ametralladoras, hecho que causaba, entre los nuestros, gran cantidad de bajas.

En tales momentos, se pierde la noción del tiempo. Nos olvidamos, por lo tanto, de nuestras necesidades básicas. Se tenía la sensación de que todo transcurría en cámara lenta y no sentíamos, de inmediato, el miedo. La preocupación primordial era sobrevivir.

El Subteniente Gómez Centurión y el Soldado José Ortega seguían tirando juntos, contra los paracaidistas británicos. En un momento, el subteniente se corrió hasta la MAG que, accionada por un soldado del RI 12 agregado a la sección, no disparaba por encontrarse trabada. Luego de ponerla otra vez en funcionamiento, y después de decirle al apuntador hacia dónde debía tirar, regresó arrastrándose a su posición, encontrándose con que el Soldado Ortega había sido muerto por un disparo en la cabeza.

El Sargento García, junto con los Soldados Ricardo Austin y José Allende, fueron destacados para aproximarse a las ametralladoras inglesas, e intentar silenciarlas con fuego automático de la MAG. Para ello debían cruzar el alambrado que delimitaba el camino a ambos costados. Fue aquí cuando los descubrieron, mientras eran batidos certeramente con fuego de ametralladoras. Los dos soldados murieron en el acto. El sargento, herido, quiso cruzar el alambrado, pero los ingleses nuevamente dispararon sobre él. En ese preciso momento, pasó a la inmortalidad. Unos pocos segundos y su vida quedó tronchada.

Cerca de la pista del aeródromo, el Cabo Oviedo, con intenso fuego, trató de llamar la atención del enemigo, para permitir que el resto de los soldados obtuviera una mejor cubierta. Pero fue el caos. El combate se volvió sangriento. Cayeron soldados propios y enemigos, se escucharon gritos, órdenes, explosiones. El volumen de fuego inglés era infernal. Todos trataban de buscar la mejor cubierta, de aferrarse a algo. Cualquier cosa era válida para preservar la vida, para seguir peleando; aun unos cajones vacíos de munición. Oviedo los vio y se dirigió hacia allí, disparando, parapetado cuerpo a tierra tras de ellos. Pero un disparo alcanzó su cuerpo y quedó encogido sobre sí mismo. Murió pocos momentos después. Se fue como él quería: luchando de frente. Ganó, sin duda, la mejor de las muertes para un soldado. Cerca de él, abatido por otros disparos, también había muerto uno de los soldados de su grupo, el Soldado Ramón Cabrera.

Empero a pesar de tanto derroche de heroísmo, la posición se hizo insostenible. El subteniente debía ordenar el repliegue hasta las posiciones iniciales. Comenzó el movimiento de la fracción, cuando el jefe de sección se dio cuenta de que el Cabo Fernández caía herido. Inmediatamente, junto con un soldado, concurrió hasta allí para tratar de evacuarlo, ordenando al resto de la sección que se replegara. El suboficial herido era un peso muerto. Lo arrastraban en una forma muy lenta y esto podía ocasionar mayores pérdidas para el resto del personal que los cubría por el fuego. Por ello, el subteniente optó por dejarlo en un lugar, a cubierto, no sin antes prometerle que volvería a buscarlo. Entonces sí, toda la sección se replegó reunida, algunos llevando a los que estaban heridos, y el resto, cubriéndolos.

En un momento dado, mi grupo quedó entre dos fuegos. El enemigo seguía tirando sobre nuestras posiciones; detrás de la mía, se hallaba personal del RI 12 que contestaba con ímpetu, sin percatarse, quizás, de que nosotros estábamos ahí. Ya casi no podíamos sacar nuestras cabezas; solamente lo hacíamos en alguna breve pausa del fuego. En una de ellas divisé que, por la playa, un par de hombres venían a la carrera, agitando sus brazos y gritando que eran propia tropa. Resultaron ser el Cabo René Rosales y un soldado de la sección “BOTE”, quienes habían quedado como enlace en la escuela. Después de perder contacto con el resto de sus compañeros, sin saber la suerte que habían corrido todos ellos, se quedaron en ese lugar hasta que pudieron salir sin ser descubiertos por los ingleses, o bien cuando una pausa de fuego se los permitió.

Cuando el resto de la sección llegó a la altura en donde se encontraba mi grupo (ya el enemigo no tiraba sobre nosotros), el subteniente me buscó y dijo que García, Oviedo y algunos soldados habían muerto. En la voz, se le notaba mucha rabia y singular congoja. Sé que lamentó mucho la muerte del encargado de la sección, ya que en esos días se habían hecho muy amigos, hasta el extremo que, en algunas ocasiones, dejaban de lado el formalismo y se permitían el tuteo. Por mi parte, la única reacción que tuve fue la de maldecir y pegar un cachetazo en el fusil, cuando la violenta realidad de la pérdida de mi amigo me golpeó en el alma. El que alguna vez haya perdido un amigo y cualquiera haya sido la circunstancia, creo que sabrá comprender lo que ello significa y el dolor que produce.

En la sección, se habían producido muchas bajas, por lo que tuve que hacerme cargo de la reunión del resto de los soldados, y sacar novedades de personal y material, mientras el subteniente se encargaba de evacuar a los heridos para que recibieran la atención adecuada. Entre muertos y heridos, el 50% de la sección había quedado fuera de combate.

Los disparos se hacían cada vez más esporádicos. La sección ya no tiraba, para ahorrar munición. Además, desde donde estábamos, ya casi no teníamos campo de tiro.
Cuando el subteniente regresó, pidió voluntarios para buscar al Cabo Fernández. Me ofrecí, pero él se negó, aduciendo que yo era el único jefe de grupo que le quedaba con vida. Por lo tanto, me tenía que hacer cargo de la sección durante su ausencia. Esperó que anocheciera, y junto con los soldados José Aguerrebengoa y José Carobbio, estuvieron buscando al Cabo Fernández por espacio de una hora. La noche era cerrada. Cuando al fin lo encontraron, el Cabo se alegró muchísimo. Estaba casi inconsciente por la pérdida de sangre, pero comentó que, un rato antes, una patrulla inglesa había pasado por ahí y él había fingido estar muerto. Realmente, estaba malherido, porque al intentar moverlo, gritaba a causa de los dolores. A duras penas, llegaron hasta el puesto de socorro. El cabo se salvó, pero perdió dos dedos, y hubo que aplicarle un clavo a la altura de la cadera.

Realmente, era una noche muy oscura. Comenzó a lloviznar y hacía mucho frío. Ya casi no se escuchaban disparos, solamente se oían los rotores de los helicópteros ingleses, quienes, aparentemente, acercaban refuerzos, material y munición. Uno de ellos se acercó demasiado hasta nuestras posiciones, pero un nutrido fuego de armas automáticas lo obligó a marcharse. En esos momentos, comencé a tener conciencia de lo que había vivido. Pensaba en mi compañero, y no podía creer que estuviera muerto. Sin darme cuenta, empecé a rezar. Luego lloré, exteriorizando todas mis emociones largamente contenidas. No me avergüenzo de ello, pues creo que es de hombres llorar. Lloré dando gracias por seguir vivo, lloré con dolor por todos aquellos que habían muerto en el cumplimiento del deber, lloré desconcertado, preguntándome el porqué de tanto sufrimiento y tanta guerra, del sacrificio de tantas vidas, de si todo ello valdría la pena. Ya casi no sentía frío. El frío se había hecho carne en mí. Ahora tenía la inmensa responsabilidad de cuidar del resto de los soldados que habían quedado en la sección. Con algunos de ellos, repartimos mantas a todo el personal, para poder dormir más calientes y secos en nuestras posiciones. Era como un merecido premio a tanto esfuerzo. Establecimos un primer turno de guardia para la noche, con el 50% del personal, mientras que el resto descansaría. A mitad de la noche, rotamos. Ya teníamos la orden de esperar hasta el día siguiente. Por lo tanto, hubo un cese momentáneo del fuego. Ya presentíamos que la rendición era inminente y que nada más podíamos hacer.

MI HOMENAJE

A 22 años de aquella jornada, sigo agradeciendo a Dios por haberme permitido participar en un hecho histórico trascendental: defender a mi Patria en combate. Aún hoy, continúo con el pecho henchido de orgullo por haber tenido como compañeros de armas a aquellos hombres que, con valor, abnegación y espíritu de sacrificio, entregaron sus vidas para restablecer el honor nacional. Quiero transmitir que, como seres humanos, somos temerosos de enfrentar lo inevitable: la propia muerte. Pero ellos supieron hacerlo de cara al enemigo, sin especulaciones.

Las acciones heroicas descriptas en este relato no nacieron del cálculo, sino de las enraizadas convicciones de hombres con sentimientos profundos, que sabían lo que querían y hacían. Ellos constituyen, para los que hoy transitamos en el histórico y querido RI 25, el emblema de nuestros procederes diarios. Ellos, ya pertenecen a la legión de héroes.

Ellos, por su sangre derramada en la fría turba malvinense, son los "BRAVOS del 25”.

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