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25/04/2010

 

Delito de lesa humanidad: 9 millones de argentinos sin comida  

A cinco años de que finalice el plazo del compromismo asumido para erradicar el hambre y la indigencia, en el 53% de los hogares hay niños que no cubren los consumos mínimos. Cómo se vive esta realidad en un comedor a 10 minutos de Buenos Aires.

Cada año mueren 2.920 menores por desnutrición

(Diario Crítica).- En Villa Diamante, partido de Lanús, a diez minutos de viaje desde la Ciudad de Buenos Aires, alguien hace una pregunta:

–¿Qué te parece si agarramos un par de caballos y les hacemos una parrillada a los pibes?

Aquí –en un predio dentro de la villa llamado Acuba y emplazado prácticamente a la vera del Riachuelo– viven decenas de cartoneros, algunos caballos, 300 familias y 1.200 criaturas que conforman, entre todos, una inquietante masa de gente con hambre. Alguien da una respuesta:
–Un caballo me da impresión.

–¿Qué impresión? Más impresión me da verlos comer todos los días arroz.

En Acuba hay un comedor que se llama Con los Chicos No. Lo abrió Marcelo Rodríguez, una especie de líder barrial que cuenta con la cocarda de tener un empleo en blanco y un sueldo más o menos previsible. El comedor consiste en un manojo de paredes de chapa, una media sombra a modo de techo y cinco mesas con banquetas donde almuerzan, por turnos, unas 200 criaturas. Si no estuviera el comedor –y si no estuviera la escuela, a seis cuadras de distancia– estos chicos comerían las sobras que cartonearon sus padres. O comerían caballos. O no comerían nada.

La superficie de Acuba mide dos hectáreas. Pero la realidad que vive Acuba es bastante más ancha que eso. Sólo por dar datos nacionales, el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (UCA), a cargo del relevo más reciente sobre el tema, advierte que el 53% de los niños de hasta 12 años pertenece a un hogar con problemas para cubrir sus consumos mínimos de alimentación, vestimenta, salud y servicios básicos. Si se cruza este dato con las cifras poblacionales del INDEC, el resultado es que unos nueve millones de niños pasan hambre en la Argentina. De ellos, según informa la Red Solidaria, 2.920 mueren anualmente por desnutrición. Y este escenario se da en un contexto paradójico: la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) asegura que la Argentina tiene el 0,65% de la población mundial, y produce el 1,61% de la carne y el 1,51% de los cereales del mundo. Es decir que tiene materia prima suficiente para abastecer a dos Argentinas juntas. Pero no puede ni con una.

Esa impotencia entra en conflicto con el compromiso que asumió la Argentina en el año 2007 –durante la presidencia de Néstor Kirchner– frente a la Organización para las Naciones Unidas (ONU). Según los llamados “Objetivos de Desarrollo del Milenio” establecidos por la ONU, el país debería “erradicar la indigencia y el hambre” y “reducir la pobreza de la población a menos del 20% y la indigencia al 0%” antes del año 2015.

Quizás haya tiempo. En marzo de 2010, a cinco años del plazo, los chicos de Acuba almuerzan guiso de arroz. El menú del día anterior fue polenta y también será polenta el del día siguiente. Con los aumentos sucedidos en lo que va del año, la carne y las verduras entraron en la lista de los imposibles. Es entonces que alguien le propone a Marcelo Rodríguez –a cargo del comedor junto a 40 vecinos y familiares más– faenar un caballo. Pero Rodríguez se niega. Entre el hambre y la satisfacción del hambre está, todavía, la cultura (hay otra forma más directa de decirlo: en Acuba viven personas).

–Compramos lo que podemos, no me pidás milanesa porque es imposible y lo del caballo da impresión –dice Rodríguez–. Pero bueno: los nenes, de a poco y con lo que podemos, se van haciendo más gorditos. Antes llegaban y se les notaban los huesitos de los brazos. Ahora los bracitos ya se les formaron: se los ves.

Eureka. El hambre es la sensación que se experimenta cuando el nivel de glucógeno (el combustible almacenado en el hígado y usado para esfuerzos intensos) está por debajo del umbral considerado “necesario”. Aunque una persona de salud normal puede aguantar varios días sin ingerir alimentos, la sensación de vacío comienza normalmente después de varias horas de no probar bocado. El hambre no llega sola: aparecen también los “dolores de hambre”, que consisten en contracciones en la boca del estómago. Y si pasan días –ya no horas– sin comer o comiendo en cantidades mínimas, el dolor deja de ser espasmódico para volverse continuo.

Hay chicos que viven con dolor de panza. Hay adultos que también. Cuando el hambre es extrema y se extiende a muchas personas de la misma comunidad o región, ya no se habla de “hambre” sino de “hambruna”. En países como Sudán Occidental –que atravesó guerras civiles y limpiezas étnicas– se habla, por ejemplo, de “hambruna”. Pero curiosamente, y según observa el economista español Luis de Sebastián en su libro Un planeta de gordos y hambrientos, no se habla de hambruna cuando millones de personas se duermen silenciosamente sin saber si comerán mañana. De Sebastián advierte que, en esta materia, América Latina apenas ha avanzado. Si bien se redujeron mucho la pobreza y el hambre en los años 70 (cuando llegó a haber 46,2 millones de hambrientos), ambas tuvieron un rebrote durante el ajuste propiciado por el Consenso de Washington para pagar la deuda externa. De ahí que, a principios de la década de 1990, los hambrientos latinoamericanos fueron 60 millones, que luego terminaron reduciéndose a 52 millones.

Las consecuencias del hambre en los niños son múltiples: aumentan la mortalidad, la morbilidad y los problemas de peso y estatura, y disminuye el rendimiento escolar. Algo de eso puede intuirse en Acuba: hay un abismo entre la edad y el talle de los chicos. Y así, diminutos, inquietos, metidos en cuerpos que parecen jaulas, van llegando al comedor con el plato hondo en la mano (una hora después llegarán sus padres, preguntando si hay sobras). Mientras esperan la llegada del almuerzo, las criaturas hacen dibujos. Todos dicen “Marcelo te keremos” en treinta formas distintas. Uno de ellos llega a manos de Rodríguez, que mira el papel y sonríe por única vez. Rodríguez es un hombre alto, fornido, moreno. En las casas, las madres ponen orden invocando a Rodríguez (“si te portás mal viene Marcelo”) y los chicos terminaron viendo en él una suerte de hombre de la bolsa o de Dios en la tierra. O las dos cosas juntas. Porque el hombre de la bolsa, acá, es Dios.

El comedor Con los Chicos No, al igual que el 50% de las instituciones similares, no recibe apoyo del Estado. La otra mitad sí es subsidiada. Y aun así, en los mejores casos la situación es compleja. Una encuesta realizada en 2009 entre 210 organizaciones –comedores, hogares, comedores escolares– por la Red Argentina de Bancos de Alimentos asegura que el 81% de quienes llevan estas instituciones observó un incremento en la demanda de alimentos en los últimos meses, y sólo un 56% pudo dar una respuesta satisfactoria a esa demanda.

Sin embargo, hay quienes creen que en los comedores no está la respuesta final. Juan Carr, el rostro visible de la Red Solidaria, es uno de ellos. En la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de Buenos Aires, Carr coordina el Centro de Lucha contra el Hambre, una agrupación cuya labor principal consiste en crear huertas y granjas en las zonas con alto nivel de desnutrición infantil, de modo tal que la población local –imposibilitada de comprar comida– pueda producir sus propios alimentos. Hasta el momento hay 550 mil huertas en la Argentina, realizadas también gracias al aporte de Cáritas y del programa Pro Huerta del INTA. Pero Carr no está conforme. Dice que podrían hacerse 900 mil huertas más y llegar a su objetivo mayor: reducir a la mitad el número de hambrientos para el año 2016 y llegar al hambre cero en el 2020.

–La posibilidad del hambre cero en la Argentina creo que la veo antes de irme de este mundo –se ilusiona Carr–. Confío en estar durmiendo y un día despertarme y decir: “Eureka”.

–¿No haría falta, además de una buena idea, voluntad política?

–Sí, claro. Por eso es tan difícil llegar al “eureka”.

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