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Fuente: La Capital

15/07/08

 

Los caminos para volver de Malvinas  
Las historias de los veteranos se cruzan, se alimentan de un pasado común con experiencias distintas, cuyos relatos fueron construyendo en soledad, primero, y después colectivamente.

La escena ocurre a 4.600 metros sobre el nivel del mar, donde comienza el desierto más árido del planeta. ¿Qué hacen 20 hombres de 45 años en la montaña, agitados por la altura y el esfuerzo, empujando una ambulancia? La Puna se hace sentir en los pulmones, en la cabeza, en el estómago. Después vendrán los vómitos, el sueño, la migraña; ahora hay que subir la ambulancia a un camión remolque paraguayo. Pero el camión es viejo, viejísimo, y la tarea de rescate se extiende más de lo previsto.

Pasan dos horas de ajustar poleas y tirar cadenas hasta que llega el momento de empujar. Entonces suena un silbato, y el grupo se dispersa. "¡Auto!", gritan algunos, "¡Auto!", "¡Suban!". A 100 metros del lugar, en una curva empinada de la ruta, un hombre hace guardia y avisa cuando hay que moverse. Durante la pausa, el chofer del remolque mira la posición del sol en el horizonte, y putea en guaraní. "Quiero salir de acá antes que se meta el poncho", dice. La noche cae rápido, y el frío sube a la misma velocidad.

Si fuese el guión de una película con historias solidarias exóticas, la escena quedaría excluida por artificial. Pero son casi las 19 del miércoles 21 de mayo, y el camionero paraguayo no es el único que putea. Es el cuarto día de viaje desde que el grupo de veteranos salió del Monumento a los Caídos en Malvinas (Parque de la Bandera). Cinco vehículos y una ambulancia, "adquirida por el pueblo de Rosario, Santa Fe, República Argentina, para el pueblo hermano de Pisco, Perú", como dice en una de sus puertas. Es el primer día que la caravana cruza los límites del país. Algunos kilómetros atrás, en el puesto fronterizo de Paso de Jama, los gendarmes les habían hecho una advertencia: "No se detengan en el punto más alto del camino, ni siquiera para sacar fotos". Cerca de allí se descompuso la ambulancia: una pieza pequeña, fácil de reponer casi en cualquier lado, menos en la ruta que separa Jujuy de San Pedro de Atacama, el pueblo chileno más próximo, a 150 kilómetros.

"La moral no está baja", aclara Rubén Rada, presidente del Centro de Ex Soldados Combatientes en Malvinas de Rosario. Él es uno de los principales artífices de la campaña solidaria que iniciaron los veteranos en 2007 con el objetivo de donar una ambulancia a Pisco, la población más castigada por el terremoto que azotó Perú el año pasado. Lo que dice es cierto: las diferencias que existen entre ellos, cada uno con una historia distinta, se disuelven al momento de empujar. El desafío, real o simbólico, pone en marcha un mecanismo que los unifica como grupo, y que forma parte de la identidad que construyeron a partir de Malvinas. Como si todos compartieran la obligación de mostrar entereza moral frente a las situaciones difíciles. Como si tuviesen que demostrar algo. ¿Qué? ¿Qué es lo que hacen 20 hombres de 45 años en una montaña del desierto de Atacama, empujando una ambulancia?

En algunos momentos del viaje le llamarán "mística". En otros, el rasgo que los une aparecerá como orgullo, como "entrega", como "aguante", como resistencia. Y también como revancha. La "pequeña gran revancha", así había escrito el médico Claudio Petruzzi, ex soldado, para referirse a ese viaje: la consigna de entregar la donación "en mano" como una forma de revertir la historia fraudulenta de las donaciones durante Malvinas.

Dos noches atrás, en Jujuy, después del asado de bienvenida y el reencuentro con otros veteranos, la alegría cede lugar a la emoción y a los discursos. Casi al final, Rada anuncia que quiere decirle algo "al periodista" que viaja con ellos. El periodista abre la libreta y anota. Se hace silencio. "Yo creo que nosotros nunca volvimos de Malvinas, flaco", dice.

Desembarcos

El número está resaltado en el mapa que decora el interior de la ambulancia: 3.500 kilómetros desde Rosario hasta Pisco, el pueblo donde San Martín desembarcó hace 188 años con el fin de proclamar la independencia de Perú, y creó la primera bandera que tuvo ese país. En el mapa también están marcadas las escalas del plan de viaje a través de Argentina, Chile y Perú: Ceres, Jujuy, San Pedro de Atacama, Iquique, Tacna, Arequipa, Pisco.

Sentado adentro de la ambulancia, El Tierno mira el mapa y espera a sus compañeros. Es martes a media mañana, y en la plaza principal de San Salvador de Jujuy algunos veteranos atienden a la prensa local. A Claudio Sánchez, profesor de educación física, le dicen Tierno por su aspecto. Tiene la misma edad que casi todos, pero aparenta mucho menos. Cuesta creer que estuvo en Malvinas hace 26 años, con las primeras brigadas de Infantería de Marina que desembarcaron en la isla.

"Estábamos haciendo el servicio militar en Bahía Blanca. Cada tanto nos llevaban a hacer maniobras: salir del batallón, desembarcos, caminar con las mochilas. Un día como cualquiera nos dicen: «Carguen las mochilas con más ropa, con armamento y municiones que vamos a salir de maniobra». Cargamos las cosas y partimos. En medio del viaje, cuando ya estábamos en el mar, el capitán del barco salió y nos dijo: «Bueno, lo que ustedes van a hacer ahora es algo que no se van a olvidar nunca. Tienen que olvidar que tienen familia, novias, hermanos. Vamos a desembarcar en las islas Malvinas y vamos a sacar a los ingleses, que tienen nuestras islas»".

Su relato se interrumpe por la intervención automática del periodista: "Nooooo". El Tierno sonríe, y continúa: "¿Y qué le íbamos a decir?«¿No, me bajo acá?» Nosotros estábamos en bolas, no sabíamos lo que era la guerra. Si teníamos 18 años... Desembarcamos a las 6, y nos enfrentamos con eso. Mirá la cara que tengo: imaginate a los 18".

El destino de la corbeta Guerrico, señalan los historiadores bélicos, fue mantenido en secreto intencionalmente. La nave transportaba un grupo de tiradores, uno de ametralladoras y otro de morteros, que iba a reforzar la logística de la Operación Georgias, programada para ocupar los puertos Grytviken y Leith inmediatamente después de la toma de la isla. El asalto a la gobernación inglesa, el 2 de abril, fue llamado Operación Rosario, y tuvo la primera baja de Argentina: el capitán de corbeta Pedro Giachino. En la Operación Georgias, el 3 de abril, hubo tres caídos; entre ellos el conscripto Mario Almonacid, de la Brigada de Infantería de Marina Nº1, considerado por los veteranos "el primer soldado muerto en Malvinas".

"El velorio de Mario fue el más grande de Comodoro Rivadavia", asegura Víctor Meneces, mientras conduce su auto por las calles de Jujuy, camino a la Aduana. La escala en la ciudad se demora un día más a causa de los trámites: la Afip regional no sabe cómo encuadrar la salida de la ambulancia, porque Argentina no tiene experiencia en donaciones. "Nosotros siempre recibimos", se justifica uno de los funcionarios aduaneros.

Meneces vive en Jujuy hace cuatro años, pero es oriundo de Chubut, y era vecino de Almonacid al momento de la guerra. "Yo estaba en el velorio de él, todo el barrio estaba, cuando cayó mi viejo con la carta: a las 6 de la mañana me tenía que presentar", cuenta. Ya había terminado el servicio militar, pero fue convocado como reservista. "Pedí permiso, fui al entierro de Mario, y después a la tarde me presenté".

La deuda interna

Las historias de los veteranos se cruzan, se alimentan de un pasado común con experiencias distintas, cuyos relatos fueron construyendo en soledad, primero, y después colectivamente. La unión, además de la lucha sectorial por las pensiones, les permitió a los veteranos compartir fantasmas y establecer principios, espejos donde mirarse, caminos para regresar del atolladero de la historia con mayúsculas, que los convirtió en ex combatientes.

"Ex soldados", corrige Rada, por encima de la voz de Silvio Rodríguez, que suena a todo volumen en su coche, "porque vamos a combatir toda la vida", dice. Para ellos, la importancia de la palabra "soldado" es doble: en el Centro que los reúne, por estatuto, nadie con rango militar puede ser presidente. El rol principal está reservado para los que fueron conscriptos, los soldados. "Nos metieron en una bolsa con Videla y con Galtieri, y nosotros no teníamos nada que ver. Eramos hijos de trabajadores. Yo no fui a la Escuela de las Américas, fui a la escuela pública. Nosotros fuimos víctimas, como lo eran nuestros padres", dice Rada. El repudio a la jerarquía castrense es unánime entre los ex soldados, que alimentan esa diferencia con recuerdos propios.

"Un día, después de dos semanas a caldo, pasé cerca de la carpa del jefe, y escuché que le decía al ayudante: «Che, Lentore, traeme del baúl una mermelada de durazno. No, pará, durazno comí ayer, traeme de ciruela». ¿Te das una idea?". Julio Mas mira la ruta a través del parabrisas de la ambulancia, y se interrumpe para atender el handy. Su hijo Nahuel, que viaja con el grupo, le avisa que la camioneta tiene problemas.

Julio fue uno de los veteranos que testificaron en la causa que lleva adelante la Justicia federal de Río Grande por los soldados torturados durante Malvinas. "Un día, después que me relevaron de la guardia, en vez de regresar a donde estaba mi compañía, bajé la colina y me dirigí al pueblo. Estuve una tarde en el refugio de un amigo. Esperé que se hiciera de noche y me fui hasta una casa abandonada: ahí comí, dormí, y a la mañana siguiente subí de nuevo. Me estaban esperando. Repartí la comida que había podido conseguir entre mis compañeros, y después me entregué. Entonces me estaquearon. Me tuvieron entre 12 y 18 horas. Cuando empezó el bombardeo inglés, a la noche, yo estaba todavía estaqueado. El cabo jefe de mi grupo, que era buen tipo, me desató durante el bombardeo. «Vení», me dijo, «vamos a los pozos, pero apenas terminen las bombas te ato de nuevo»".

Historias

La memoria del hambre es persistente. Antes de llegar a Ceres, el primer día de viaje, Eduardo Rubiolo cuenta cómo esperaban que bajara la marea para juntar “bichos” y comerlos hervidos. Durante la noche, en el albergue municipal de Ceres, Sergio Blazquez vigila el fuego de un cordero y recuerda la forma de cocinar animales en Malvinas, en latas, usando como combustible la turba del suelo: una capa de tierra con raíces, rica en minerales, que se utiliza como fuente calórica en la isla.

? Raúl Scheider, a cargo del operativo del asado (hay que hacer un cordero congelado en poco tiempo, y la tropa tiene hambre), se acerca para ver cómo va la parrilla que vigila Blazquez. “¿Está hecho?”, lo provoca Blazquez, “¿viste?, y soy rosarino, no soy chaqueño ni correntino”. En otra mesa un grupo juega al truco. Otros hablan de autos. Algunos cuentan historias de los días de inundación en Santa Fe, donde prestaron ayuda como veteranos. Entre ellos hay quienes fueron heridos durante Malvinas, quienes sufrieron largas depresiones al regresar, quienes tuvieron problemas para volver a la vida cotidiana. Pero, por momentos es posible imaginar que son viejos compañeros de la secundaria, que heredaron de allí y no del batallón la costumbre de llamarse por sus apellidos. Que uno podría decir ahora “aguante el 5º A”, como Scheider dice del otro lado “Aguante el RI4 (por el Regimiento de Infantería 4)”. Algunos compartieron el mismo regimiento, pero casi todos se hicieron amigos o conocidos después, a la vuelta, cuando se fueron reencontrando en los Centros, en la pelea por sus reivindicaciones, en lo que los veteranos llaman “la militancia”.

? “Todos tenemos historias”, dice Rada, a pocos kilómetros de Rosario, después que las sirenas que acompañan la partida se silencian, y las bocinas de los que saludan quedan atrás. “Nos llevó tiempo entender qué significaba ser veteranos de Malvinas. Yo empecé a militar en el 96, y de ahí no paré. Primero tenía vergüenza: tenía miedo a que la gente creyera que me quería hacer el rambito. Hay vagos que no entienden nada. Para algunos, Malvinas es la pensión. Para nosotros también es la pensión, porque la necesitamos para comer, pero es un montón de cosas más. Es, entre otras cosas, llevar una ambulancia, para demostrar que la solidaridad es una salida”. Ese viaje, leyó Petruzzi la primera noche en Jujuy, como “pequeña gran revancha”, como uno de los caminos posibles para “ir venciendo de a poco algunos fantasmas del pasado”.

? Casi a medianoche del miércoles 21 de mayo, agotados por el frío y el apunamiento, ralentizados por la marcha del camión paraguayo que también se rompe después de subir la ambulancia, los veteranos arriban a San Pedro de Atacama, en Chile. La mitad del grupo no alcanza a llegar antes de que cierren la frontera y tiene que dormir en los vehículos. La sensación térmica cae esa noche a los diez grados bajo cero. Los que pueden ingresar a Chile no consiguen comida: apenas un par de pollos, en el único lugar abierto, que son llevados para los veteranos que tienen que quedarse en la frontera.

? La noche es dura para todos, pero al mediodía siguiente ya están listos para seguir, al pie del cañón: los rosarinos Rubén Rada, Eduardo Rubiolo, Claudio Petruzzi, Claudio Sánchez, Sergio Blazquez, Enrique Córdoba, Alejandro Moreira (de Capitán Bermúdez), Julio Mas y su hijo Nahuel; “los correntinos” Dardo Peroni, Raúl Scheider, Juan Dellorto, Sergio Vanasco; el santafesino Mario Andino; “los civiles” Prono, Cabagna, Patrono y Raffin, “amigos de la vida”.

? Allí, bajo el sol del desierto, el grupo se despide del periodista y el reportero y parten a recorrer los 1.000 kilómetros que faltan. “Vamos a llegar”, dice Rada, “nosotros siempre llegamos”.
? Una semana después, con la ambulancia ya reparada, después de sortear más obstáculos burocráticos en Perú, los veteranos ingresan con la unidad a Pisco para hacer la donación. El 1º de junio, un mensaje de texto llega al teléfono del periodista: “Estamos por desfilar en Cusco. Día aniversario. Comienzo festejo del Inti Raimi. Con la bandera argentina rodeada por el Ejército de Perú. Sí, claro, estoy llorando”, describe Rada.

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